A partir de 1875, con la entrada de los primeros ingenios semimecanizados que funcionaban con máquinas de vapor, la demanda de leña fue aún mayor. Bajo el empuje de los grandes ingenios modernos, los bosques de las grandes llanuras del este de la isla empezaron a desaparecer. Una parte desapareción para dar paso a las plantaciones de caña, mientras otra fue consumida en las calderas de los centrales azucareros y de las locomotoras que movían sus trenes.
La industria azucarera que se desarrolló a partir de 1875 y que se expandió desmesuradamente a prinicipios del siglo 20, hizo desaparecer los bosques de las mayores llanuras del país. El paisaje llano y sin árboles de San Pedro de Macorís, La Romana y El Seibo se repitió más tarde en Barahona, Azua y Puerto Plata.
Mientras tanto, los bosques del interior del país quedaron virtualmente intocados, apenas explotados por los artesanos del Cibao que requerían madera de pino para fabricar muebles y viviendas urbanas pues las viviendas rurales se fabricaban de tablas de palma. Aunque hubo algunos esuferzos en Santiago y La Vega orientados a explotar los bosques de pino de la Cordillera Central en la segunda mitad del siglo 19, esa explotación fue mínima y todavía en 1910 los viajeros se admiraban del estado prístino de los pinares dominicanos. Según informes de la época, en 1916 había 46 millones de tareas de bosques de distintos tipos en el país.
La introducción de máquinas de vapor favoreció la instalación de pequeños aserraderos en La Vega, Santiago y Santo Domingo a principios del siglo 20 y es entonces cuando puede decirse que el país dejó de importar madera de pino para construcciones. Un nuevo informe de 1922, firmado por el Dr. Canela Lázaro, dió cuenta detallada de la situación de la foresta dominicana en la Cordillera Central y de la importancia de conservarla. Canela Lázaro pidió la creación de áreas reservadas en los nacimientos de los principales ríos del país, y lo mismo hicieron varios viajeros que participaron con él en varios de sus viajes exploratorios por las sierras de la Cordillera Central.
La apertura de las carreteras durante la ocupación militar norteamericana contribuyó al descubrimiento del valor potencial de los bosques dominicanos pues las carreteras acercaron la tecnología maderera a los bosques de pino. Al llegar Trujillo al poder en 1930, ya había varios importantes aserraderos funcionando en Santiago y se señalaba la capacidad del país para ser autosuficiente en madera.
Trujillo descubrió el verdadero valor económico de los bosques dominicanos después de los cálculos que realizó Carlos Chardón, un experto puertorriqueño que preparó para el gobierno un informe en el cual evaluaba la situación y valor de los recursos naturales del país en 1939. A partir de entonces, Trujillo se hizo también industrial maderero asociándose con personas que ya estaban en el negocio o colocando testaferros al frente de nuevos aserraderos de su propiedad.
La Era de Trujillo fue la catástrofe para los bosques dominicanos que cayeron en manos de una oligarquía de aserradores asociados con Trujillo, quienes devastaron en menos de 20 años varios millones de tareas de bosques que habían tomado miles de años en formarse. Estos individuos y sus compañías madereras deforestaron las zonas de San José de las Matas, Jarabacoa, Tireo, El Río, Constanza, La Horma, El Rubio, San Juan de la Maguana y Restauración, entre otras, y no se molestaron en replantar el bosque que talaban.
La deforestación industrial de la Cordillera Central dió lugar a la colonización de los valles intramontanos de Constanza, El Río, Tireo y Jarabacoa, así como al repoblamiento de las zonas de la sierra al oeste de San José de las Matas hasta llegar a Restauración, pasando por El Rubio. Liquidado el bosque, quedaron los trabajadores de los aserraderos convertidos en campesinos itinerantes al servicio de los terratenientes ganaderos, que les entregaban tierras taladas pero cubiertas de bosque secundario, para que las talaran de nuevo y sembraran frijoles o papas por dos o tres años, a cambio de entregarles los fundos sembrados de pastos cuando la pérdida de la fertilidad del suelo los obligara a moverse a otro lote para comenzar de nuevo.
Así fue despoblándose la Cordillera Central de sus pinos originales, que fueron suplantados gradualmente por pastizales que secaron las fuentes de agua e hicieron morir las cañadas y los arroyos en un proceso que se repite y se ha repetido durante años en toda América Latina.
Durante años, los dominicanos pudimos presenciar como en tiempos de cuaresma, que es una época de sequía estacional, las montañas dominicanas quedaban a merced de los fuegos intencionales pegados por los campesinos y ganaderos en una lucha sin cuartel contra el bosque para convertirlo en pastizal. Este proceso se repitió miles de veces en todas partes del país y para finales de la Era de Trujillo ya sus efectos eran evidentes: las montañas sin bosques y los ríos sin agua. En 1967, seis años después de la muerte de Trujillo, se calculó que apenas quedaban 9 millones de tareas de bosques en la República Dominicana, en contraste con los 46 millones que había en 1916.
Los pinares fueron los bosques que más sufrieron la acción de los aserraderos. En el 1939, Chardón calculó que había en el país 12 millones de tareas de pinos. En 1967, cuando el gobierno dominicano por fin clausuró los aserraderos, apenas quedaban 3.5 millones de tareas de pino.
Con todo, la República Dominicana todavía goza de ciertas ventajas en relación con Haití. Su territorio es más llano y recibe más lluvias; sus tierras están mejor conservadas y son todavía más fértiles; su economía es más diversificada y su población es más rica; y sus gobiernos han tenido más éxito en controlar la depredación de los bosques, aún cuando las evidencias indican que son precisamente las autoridades y los grupos asociados a ellas quienes más han participado en la devastación forestal en los últimos 25 años.
Otro elemento de diferenciación parece haber sido la mayor intensidad de la emigración dominicana hacia el extranjero, así como la migración rural/urbana. Más de medio millón de dominicanos han emigrado hacia los Estados Unidos después de la muerte de Trujillo y tal vez 100,000 dominicanos adicionales han emigrado hacia otras partes del mundo, incluyendo Venezuela, Europa y Canadá. La emigración ha quitado presión al medio ambiente en ciertas zonas rurales en donde la relación hombre/tierra era relativamente alta. Miles de dominicanos abandonaron el campo para siempre con la intención de no regresar jamás. Sus tierras fueron adquiridas por los que se quedaron, quienes a su vez las traspasaron a otros, generalmente ganaderos que las conservan todavía.
Aunque el bosque ha sido sustituído por el pastizal en numerosos lugares de las montañas, y aunque este fenómeno ha sido detrimental para la preservación de los ríos y otras fuentes de agua, sus efectos han sido menos catastróficos que en Haití, en donde las necesidades de tierra de una población campesina urgida por zonas de cultivo han contribuído a reemplazar la vegetación o el pasto por cultivos de ciclo corto que exponen los suelos a una mayor erosión.
Con todo, no puede decirse que la República Dominicana ha logrado controlar el proceso de deterioro de su medio ambiente. Frente a Haití, la situación luce menos deteriorada, pero en realidad dista mucho de ser un modelo de conservación de recursos naturales. En realidad, hace ya muchos años que se observan indicios de que la República Dominicana podría adentrarse en un proceso similar al que ocurrió en la República de Haití si no se adoptan medidas eficaces de preservación de aguas y suelos.
FRANK MOYA PONS